A la vista está.....
Certeras palabras del autor de la entrada Pater Aeneas del blog Ad laeva rite probatum que copio literalmente a continuación:
Estoy en estos días explicando a mis alumnos el surgimiento de la épica romana, y, cómo no, si se habla de épica romana hay que hablar de la Eneida. Ni qué decir tiene que a mis alumnos las aventuras o desventuras del padre Eneas no les dan ni frío ni calor, les parece un tema polvoriento y vetusto que nada tiene que ver con sus vidas, la guerra por suerte no forma parte de su experiencia cotidiana, ninguno de ellos ha tenido que salir huyendo con lo puesto de su casa, gracias a Dios.
Y sin embargo no estamos, como pensamos, ni tan lejos ni tan libres de esas realidades, la guerra es la vida cotidiana aquí enfrente, en nuestro querido Mediterráneo, nuestros hermanos sirios o iraquíes huyen de sus hogares a miles para que sus hijos no sean aplastados por los bombardeos, para que no maten de hambre a sus ancianos, para que no violen a sus mujeres o les obliguen, a ellos o a sus hijos a luchar en una guerra importada en la que nada tienen que ganar si no es una bala en la cabeza.
Viendo estos días fotografías de estos desdichados refugiados, un poco distraídamente, debo confesar, como nos pasa a todos, que nos acostumbramos hasta cierto punto al horror servido a diario por los medios, de repente tuve un sobresalto: entre unas fotos de refugiados sirios que huyen hacia la frontera turca, lo ví a él, a Eneas, sí, y desde la fotografía me miraba con esa mirada de abatimiento y desesperación que debió tener aquella noche fatídica, la noche en que cayó Troya. Allí estaba ante mis ojos Eneas con su padre Anquises sobre los hombros, penosamente huyendo sin saber qué sería de ambos, pero cumpliendo con su piadoso deber.
Todas las guerras tienen su Aquiles feroz que mata y mata y encuentra su gloria en la carnicería, todas tienen un artero Ulises que hace lo preciso para salir vivo porque lo que quiere es volver a su casa, todas tienen su Agamenón, que manda a otros a morir mientras con los dedos grasientos hace cómputo de las ganancias, y todas, todas tienen también un padre Eneas, un hombre que, en medio de la muerte y el horror, intenta cuidar de los suyos, cuya gloria no es matar enemigos, su lucha es preservar a los que están bajo su cuidado, debe renunciar a todo, incluso al valor, y huir para que los suyos no mueran, y se echa a su padre, a sus hijos a hombros y sale con ellos al polvo de los caminos del mundo.
Piadoso Eneas, más sufriente que nunca, ojalá llegues a puerto con toda tu carga a salvo, ojalá tú, o tus hijos, podáis hallar refugio en una nueva tierra prometida, ojalá al otro lado del mar personas también piadosas os acojan, la vida sigue y hay que luchar por ella. ¡Buena suerte, que tus dioses te amparen!
“Vamos entonces, padre querido, súbete a mis hombros,
que yo te llevaré sobre mi espalda y no me pesará esta carga;
pase lo que pase, uno y común será el peligro,
para ambos una será la salvación. Venga conmigo
el pequeño Julo y siga detrás nuestros pasos mi esposa.
Y vosotros, mis siervos, prestad atención a cuanto diga.
A la salida de la ciudad hay un túmulo y un viejísimo templo
abandonado de Ceres y a su lado un antiguo ciprés
que la piedad de nuestros padres guardó muchos años.
Cada uno por su lado llegaremos todos a ese mismo lugar.
Tú toma, padre, los objetos de culto y los patrios Penates;
yo no puedo tocarlos saliendo de guerra tan grande
y de la reciente matanza, hasta que me purifique
el agua viva de un río.”
Dicho esto, me pongo una tela sobre mis anchos hombros
y el cuello agachado y encima la piel de un rubio león,
y tomo mi carga; de mi diestra se coge
el pequeño Julo y sigue a su padre con pasos no iguales;
detrás viene mi esposa. Avanzamos por ocultos caminos
y hasta el aire me asusta ahora a mí, a quien todos los griegos
juntos enfrente ni todas sus flechas podían dar miedo,
cualquier ruido me alerta de igual modo
temiendo a la vez por mi compañero y por mi carga.
Y ya estaba cerca de la puerta y parecía todo el camino
haber salvado cuando de repente el sonido repetido
de unos pasos llega hasta mis oídos, y mi padre mirando
entre las sombras: “Hijo —exclama—, huye, hijo mío, se acercan.
Puedo ver sus escudos ardientes y sus brillantes bronces.”
En ese momento no sé qué numen nada favorable
se apoderó de mi confundida y asustada razón. Pues mientras sigo
corriendo caminos apartados tras salir de las calles conocidas,
pobre de mí, Creúsa mi esposa quedó atrás, no sé si por el hado
si se equivocó de camino o si cansada se sentó.
Nunca después volvieron a verla mis ojos.
Virgilio, Eneida II, 707-737. Traducción de Rafael Fontán Barreiro

