"Llegamos a saber más
palabras en Griego que en español, y a veces nos atrevíamos a hablar entre
nosotros en el Griego que nos enseñaba don Eudoxio, palabra a palabra, ración a
ración. Para don Eudoxio (como para don Emilio Lledó, que luego fue nuestro
profesor de Filosofía) Grecia era mucho más que una lengua, era una
civilización, un modo de ser, el lugar en el que Occidente había visto la luz,
el arte, las ideas, y saber su lengua vieja era como nacer cada día a un alumbramiento
civil.
Grecia fue el sitio de
la política y del saber; a un fascista bonachón español, José María Pemán, le
parecía que allí, en Grecia, había sido posible la democracia porque la gente
se encerraba en un estadio y podía decir sí o no levantando la mano. “Pero en
España ya eso no es posible: hay mucha gente”, añadía el autor de El divino
impaciente.
En aquella época de don
Eudoxio y de don Emilio entre nosotros no había democracia, ni era posible
vislumbrar cuándo la habría; de hecho, aquellos años, del 68 al 73 del pasado
siglo, vivíamos pendientes de la lucecita de El Pardo, como Arias Navarro, más
que de las luces de Grecia, o, para ir más cerca, de las luces de Brindisi, que
son las que primero veían los emigrantes albanos (o griegos) que hace una década
se arriesgaban a cruzar el Mediterráneo para ver de cerca la prosperidad de
Europa.
En aquellos años en que
viajábamos como estudiantes con el diccionario de Griego en el bolsillo ya
sabíamos (por don Eudoxio, por don Emilio) que la cuna de la paz y de la poesía
no era España sino Grecia, porque allí se acuñó el saber como la solución que
los hombres hallaron para saltarse la incertidumbre, para vivir en la duda
civil, alentando la discusión, el teatro, los versos y el viaje.
Un día, con ese
diccionario en mi mochila, entré en el coche de un alemán que me llevaba en
autostop, casi al tiempo que en Europa (es decir, lejos de España) los jóvenes
rebuscaban mar debajo de los adoquines. El alemán era un médico que no sabía mi
idioma, pero se conocía de memoria aquel libro misterioso que yo llevaba, como
un jeroglífico, cada vez que tenía que ir a la clase de don Eudoxio.
Con ese diccionario me
entendí con el alemán; desde entonces, cada vez que el doctor me recogía en la
parada de aquellas madrugadas escolares yo abría el diccionario de los
jeroglíficos y me ponía a hablar como estuviera resucitando a Platón o a
Homero, y cuando llegaba al Instituto tenía el Griego fresco como las palabras
de agua que decía mi madre por la mañana.
Luego quitaron el Griego
de las aulas, convirtieron el Bachillerato en una bachata miserable y les
quitaron a los chicos esa pasión por adentrarse en la pura poesía que encerraba
aquel libro misterioso. Ahora resucita Grecia pero ya no sabemos Griego, así que
tardaremos mucho tiempo en saber qué pasa allí, qué pasó para que pase lo que
ahora sucede; pase lo que pase, y aunque no pase lo que dicen que pasa, lo
cierto es que Grecia es una palabra que ahora tendrán que traducir en Europa
con más cuidado que hasta ahora.
Ahora debemos viajar
otra vez con el diccionario de Griego; durante demasiado tiempo creíamos que no
hacía falta para entendernos."
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